domingo, 27 de enero de 2008

Educar es difícil, y a veces antipático (Brigantinus)

En esta época donde los padres están muy preocupados por sus hijos (sobre todo si están en la adolescencia -período vago que abarca desde que empiezar a interesarse por el otro sexo más que para jugar a policías y ladrones hasta que comprenden que no es verdad que que los mayores no entienden nada-) el tema de las "reglas" siempre aparece en el candelero. La cuestión radica en si existen reglas racionales que imponerles a los hijos, sí éstas deben ser de cumplimiento obligatorio, y hasta donde los padres están dispuestos a llegar para exigir que sean efectivas.
El problema no radica en la ausencia de reglas, ya que ello lleva a más problemas, ni a imponerlas con férrea integridad, ya que ello lleva a que las transgrederán sistemáticamente siempre que no estén bajo el control directo de la autoridad, sino en algo más complicado: la capacidad de negociación de los padres.
Esta "negociación" no está basada en simples principios de "te doy un poco y tu me das otro tanto", sino, sobre todo, en la demostración de la racionalidad de estas reglas y en la demostración, simultánea, que los padres están dispuestos a afrontar el malhumor de sus hijos y su temporal rechazo. Por otra parte los hijos deberían tener la oportunidad de poder argumentar y poner en cuestión los supuestos en que se basan las reglas; y si ellos son endebles o incluso incorrectos (para la situación analizada), los padres deberían saber reconocer esta falta de sustentación y buscar acuerdos sobre elementos más profundos.
Resumiendo: no imponer reglas tontas, sino analizadas (previamente incluso en la pareja adulta hasta llegar a una conclusión conjunta), y por otra parte estar dispuesto al diálogo para establecer límites a la aplicación de estas reglas. Límites que pueden depender, por ejemplo, de la capacidad de respuesta responsable de los hijos.
Pongo un ejemplo concreto: si la obligación de llegar a casa, por la noche, a partir de una hora determinada se basa en miedos vagos ("el que dirán") o en experiencias que a los hijos no dicen nada ("mis padres así me educaron"), será muy difícil dialogar sobre ellas. Si en cambio se basan en razones plausibles, como la "seguridad" de los propios hijos (seguridad obviamente relacionada con su edad y la experiencia que hasta el momento poseen), es posible establecer una base más racional.
En todo caso el problema, o uno de los problemas principales que afrontan los padres en esta época es la dificultad que tienen para implicarse en conductas que contraríen a sus hijos. Curiosamente el mal humor filial puede determinar una conducta de abandono de responsabilidades paternales. Esto no sucedía hace décadas, pero ahora, donde se sobrevalúa el ambiente amigable y colaborador, los padres se sienten temerosos de provocar hostilidad en sus hijos. El pendulo ha girado hacia el otro extremo, y se prefiere el "buen rollo" antes que nociones más abstractas que están bien cuando se hablan, pero siempre que no tengan daños colaterales cuando se intentan ejecutar.

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